Juan Manuel Arias – living the dream

 

Conozco a Juan Manuel desde principios de los años ’90 en Argentina en mi época de Mountain Boy en Valle de Las Leñas, Malargüe, Mendoza – Argentina – nuestra amistad se ha mantenido con el paso de los años y agradezco siempre el apoyo que Juan Ma nos dio en los momentos complicados de nuestra vida mostrando su gran corazón y ayudando con su expertise. Hoy Juan Ma cosecha, junto a su linda familia, de los años dedicado a su profesión y lo hace junto a sus amigos. Este historia de cruce por el Atlántico me la contó en un rico asado en su casa hace poco y aquí la comparto en mi blog con varias fotos.

Felicitaciones Juan Ma y nos vemos en breve amigo! Carlitos

El primer cruce del Atlántico es una experiencia inolvidable para cualquier navegante. Mucho más cuando es novato, y más aun cuando lo hace en regata… Fue lo que hizo un grupo de cinco amigos en la última edición del cruce del Atlántico del World Cruising Club Atlántico, entre Gran Canaria y Santa Lucía, tal como lo relata uno de sus protagonistas.

Era el 24 de noviembre de 2013, doscientas ochenta y tres embarcacio­nes de treinta y tres países, con un total de mil cuatrocientos tripu­lantes, zarpaban de Las Palmas de Gran Canaria con destino a la isla Santa Lucía, en el Caribe. En su 28º edición, la regata transoceánica Atlantic Rally for Cruisers (ARC 2013) había desbordado todas las expec­tativas, obligando a desdoblar la travesía en dos competencias: otras 70 embarcaciones habían zarpado dos semanas antes rumbo a Cabo Verde y, desde allí pondrían rumbo a Santa Lucía, en la denominada ARC+. Luego lo harían las restantes, en el formato tradicional: la ARC 2013.

Y allí estaba quien escribe, a bordo del ‘NDS Darwin’, un catamarán de 62 pies construido por el astillero Lagoon en Bordeaux (Francia). A los siete tripulantes los esperaba una travesía de más de 2700 millas, por lo que debíamos alistarnos para estar a la altura del desafío.

Bastante tiempo antes de la largada habíamos comenzado a aprovi­sionar el barco, a poner a punto los sistemas de navegación, y habíamos aprobado las rigurosas auditorías de seguridad de la organización. La tripulación estaba liderada por un skipper experimentado, el portugués Nuno Simas de 33 años, la navegante –y cocinera– británica Pippa Kirch­man, y cinco novatos argentinos: Alejandro Ivanissevich (52), su hijo Nicolás (30), Javier Esteves (34), Pablo Bin (26) y el autor de este relato, Juan Manuel Arias (49). Así que el desafío era doble para Nuno: no sólo tenía que cruzar el Océano Atlántico en el menor tiempo posible y en condiciones seguras para todos, sino que debía valerse de cinco tripulan­tes que, salvo la honrosa excepción de Javier, ninguna experiencia tenían en estas lides.

El grupo se había reunido en Palma cuatro días antes, compartiendo el ambiente festivo de una ciudad que se prepara cada año para recibir a miles de navegantes de todo el mundo en este tradicional evento. Así que participamos en los cursos y encuentros sociales previos de la ARC, lo que nos permitió aprender mucho de las regatas anteriores, interac­tuar con las otras tripulaciones, e ir tomándole confianza al barco.

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Por la Ruta Sur

El día de la largada nos despertamos temprano. Se respiraba un aire especial, vibrante, de tensa calma. Estábamos ansiosos por zarpar y comenzar, por fin, la esperada aventura marina. Habíamos recibido instrucciones precisas para no cometer fallas en la largada, y así evitar penalizaciones. Desde una hora antes del cañonazo que dispararía un buque de la marina española frente a la rambla, ya estábamos en el agua probando velas y ensayando maniobras.

Numeroso público se había congregado para despedir a los com­petidores desde el espigón de la marina y sobre la costa de la ciu­dad. Eran cientos de manos saludando el paso de las embarcaciones y en minutos toda la bahía estuvo inundada de veleros y catama­ranes, con su velas coloridas y las tripulaciones de punta en blanco sobre cubierta.

El día anterior y los dos siguientes serían claves: en ellos se decidió cuál sería la mejor ruta hacia Santa Lucía. Según los pronósticos, la del norte presentaría vientos muy fuertes y después una calma que duraría varios días: si no lográbamos pasarla rápido, nos es­peraría una semana en exceso tranquila, y el viaje se prolongaría demasiado. Por otra parte, una tormenta en el norte del Atlántico prometía vientos intensos con ráfagas que podían convertirse en una verdadera pesadilla para el barco y la tripulación…

Las opiniones estaban divididas. Finalmente, seguimos el consejo de nuestro capitán y elegimos la travesía por el sur, que se presen­taba más segura y era la que probablemente seguiría la mayoría. Pusimos proa a Cabo Verde, y allí fuimos.

La primera semana fue dura, pero le sacamos provecho. Con vientos de 25 nudos y olas de 2 metros, el ‘NDS Darwin’ navegó muy bien y llegó

a estar séptimo en su categoría. Y la tripulación se adaptaba a la navegación; sólo un tripulante sufrió mareos y vómitos; el resto parecía disfrutarlo.

La rutina era exigente: nos dividíamos en tres grupos para hacer las guardias en pareja: durante el día serían de cinco horas y por la noche, de tres. Pippa, la única mujer a bordo, sería el reemplazo en caso de que alguno necesitara descansar un poco más. El desayuno y la cena eran las comidas fuertes del día; entre ellos, fruta y mucha agua: no sólo debía­mos estar atentos a los cambios de viento para ajustar velas, sino tam­bién mantener el rumbo, y estar alertas por si aparecían otros barcos o los tan temidos contenedores flotando a la deriva.

Después del primer día y hasta que llegamos a Santa Lucía, no vimos prác­ticamente ninguna otra embarcación. En la inmensidad del océano, sólo detectábamos algunos otros veleros por radar, aunque fuera del alcance de nuestra vista. Felizmente, no tuvimos ninguna sorpresa desagradable. Por el contrario, una mañana nos despertamos rodeados de delfines que jugaban alrededor y saltando delante de la proa, en un cortejo que duró varios minutos y que disfrutamos muchísimo.

Pero todo cambió la segunda semana. El viento amainó y tuvimos que prender el motor en más de una oportunidad, manteniendo una veloci­dad mínima de seis nudos.

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Las Calmas y los Riesgos

Los días se hicieron más largos. El océano se transformó en un mar de aceite líquido y sereno. Pudimos descansar, leer, jugar a las cartas, tomar sol, pescar, hacer ejercicios sobre cubierta, escuchar música y conversar largamente. También tomamos baños de mar a baldes, sentados en la popa: una experiencia refrescante y divertida. Por las noches veíamos alguna película, y dormíamos plácidamente.

Día a día aguardábamos el parte meteorológico esperando que mejor­aran las condiciones de navegación… pero no había buenas noticias: los alisios se hacían rogar, y nos empezábamos a retrasar en la clasificación. Los vientos suaves no son buenos para el ‘NDS Darwin’. De todos mo­dos, disfrutábamos el momento y hasta decidimos nadar en medio del océano cuando las condiciones lo permitieran.

Cuando llegamos al paralelo 15, meridiano 42 (aproximadamente el punto medio del viaje), paramos el barco. El día era soleado, la corriente suave, y la temperatura del agua, de 28º C. Atamos una boya a un cabo que amarramos a popa y la arrojamos al mar. Improvisamos de ese modo nuestra línea de vida. Los seis mil metros de profundidad que se sonda­ban no impidieron que saltáramos del barco, nadáramos alrededor y por debajo, en aguas de un impresionante azul eléctrico que jamás podremos borrar de nuestras memorias.

La pesca también fue formidable. Sacamos varios ejemplares que de­volvimos al mar y sólo nos quedamos con las especies más codiciadas y ricas: un mahimahi, dos enormes wahoo y un pez espada o blue marlín, que hicieron que abundante sushi y sashimi fueran devorados desde ese momento y hasta el final del viaje.

Pero también hubo momentos de intensa adrenalina y riesgo. Bajar el spinnaker a las cuatro de la mañana, totalmente a oscuras, con vientos de más de 40 nudos y olas que se medían en metros, fue una experiencia inolvidable… que esperamos no se repita. El acontecimiento tuvo sus consecuencias, no sólo en el físico de la tripulación, sino que también nos afectó más tarde. Aquella noche, cuando logramos guardar el spi en el forepeak de babor sin el debido cuidado, no nos imaginamos que dos días después, cuando un viento franco de 25 nudos nos hizo a abrirlo en alta mar, se enredaría entre la genoa y el foque, dejando inutilizadas todas estas velas. A partir de allí, sólo contamos con la mayor.

En la mañana del 18º día, el vuelo de un pájaro en medio del océano nos preanunció el aviso de “tierra a la vista” que minutos después daría el capitán, unas 15 millas antes de Santa Lucía. Nos estremecimos de emoción: sobre el horizonte se delineaban, casi imperceptiblemente, las montañas del pintoresco y generoso país caribeño. El contorno iba cob­rando nitidez a medida que nos acercábamos, y ya podíamos ver otras embarcaciones que también llegaban junto a nosotros.

El barco se había comportado de maravillas. Fueron poco más de tres mil millas, a un promedio de 7,6 nudos, con vientos máximos de 52 y un récord de velocidad de 17,5 nudos, que para el Lagoon 620 es una verdadera proeza. Pero ya, en palabras de Nuno, el barco necesitaba descansar. Y no era para menos: dieciocho días, cuatro horas y cincuenta y tres minutos después de haber soltado amarras Las Palmas cruzaba la línea de llegada de la ARC 2013, un momento que vivimos con gran alegría y profunda intensidad. Gritamos, alzamos los brazos y nos fe­licitamos por haberlo logrado.

Para muchos de nosotros, navegantes novatos, había sido una verdadera hazaña: conquistar el océano Atlántico, del modo en que lo hicimos, no fue sencillo. Pero creo que para todos, enfrentar en la intimidad las pre­guntas que surgían a borbotones en las largas jornadas de silencio frente a la inmensidad del mar fue el mejor de los logros.